Introducción al teatro épico de Brecht
Ya que en enero comenzamos los cursos online acerca del teatro épico de Bertolt Brecht, quisiera dejarles unas reflexiones en el blog. El interés que despierta Brecht en mí, no es de índole histórico. Como verán más adelante, él creó sus obras y su estética en un momento social y político muy concreto. Sin embargo, su esencia, declarar al teatro como una ficción, sigue vigente. En una serie de blogs, intentaré describir porqué su estética es una fuente de inspiración en la búsqueda de caminos creativos. Por esta razón he titulado el curso: «La estética de Brecht y su influencia en la puesta en escena moderna». Pero vayamos poco a poco.
El concepto de teatro épico introducido por Bertolt Brecht en el año 1926, promueve la fusión de dos géneros literarios, el drama y la épica, o sea el teatro dramático mezclado con elementos narrativos. En el año 1920 habían comenzado Bertolt Brecht y Erwin Piscator a experimentar con nuevas formas de teatro. Se proponían romper con la tradición teatral de la tragedia en el sentido de destinos individuales y el teatro ilusionista.
Su objetivo era llevar al escenario los grandes conflictos sociales como la guerra, la revolución, la economía y la injusticia social. Promovían un teatro que ofreciera estos conflictos de una manera transparente para incitar al espectador a cambiar la sociedad.
El término fue empleado por primera vez hacia 1924 por el director Erwin Piscator que colaboró con Brecht; y aparece también en el teatro de agitación de la época. Eran tiempos de muy intensa actividad política: se vivían las secuelas de la primera guerra mundial, 1914 – 1918 y también de un auge sin precedentes del marxismo, en particular por su triunfo en la revolución bolchevique de octubre de 1917; a todo esto se agregaba la represión de los espartaquistas en Alemania, un país donde, según todas las predicciones, comenzaría la revolución social. El origen histórico del «teatro épico» aparece nítidamente en las primeras líneas del libro de Piscator «El teatro político»:
«Mi medida del tiempo empieza el 4 de agosto de 1914. En ese punto el barómetro registró:
13 millones de muertos.
11 millones de tullidos o discapacitados.
50 millones de soldados en pie de guerra.
6 mil millones de bombas estalladas.
50 mil millones de metros cúbicos de gas usados.
¿Dónde está el desarrollo personal en todo esto? Nadie se desarrolla en una forma personal. Algo distinto desarrolla a la persona».
Piscator está hablando aquí del desarrollo personal, del florecimiento de la «personalidad». Y así como hoy, para la tercera parte de la humanidad que padece hambre no tiene ningún sentido la palabra «autorrealización», Piscator y Brecht entendían, con razón, que la creencia idealista en la autonomía del individuo y del arte había sido pulverizada por los hechos, que demostraban, de paso, la inoperancia de los intelectuales. También creían, y la expresión es de Brecht, que «…la continuidad del ego es un mito»: el hombre, como la sociedad, está en un estado de continua transformación y no logra sostener, ni siquiera como un secundario marco de un cuadro móvil, ninguna estabilidad.
“La escena naturalista, es enteramente ilusionista. Su propia consciencia de ser teatro no puede hacerla fructífera; para poder dedicarse sin distracciones a sus fines, esto es, a imitar la realidad, tiene que reprimir dicha consciencia. El teatro épico, por el contrario, se mantiene ininterrumpidamente consciente, de manera viva y productiva, de ser teatro. Y por eso resulta capaz de tratar los elementos de lo real en el sentido de una tentativa experimental; las situaciones están al final, no al comienzo de esa tentativa. No se le acercan, por tanto, al espectador, sino que son alejadas de él. Las reconoce como situaciones reales no con suficiencia, sino con asombro” (Walter Benjamin: 1987: 20)
Brecht vislumbraba que con la economía moderna la Tierra se dirigía a constituirse en un solo país y casi en una sola fábrica, con la consiguiente disolución de todas las imaginarias «identidades nacionales»; y que era imposible permanecer ajeno a lo que sucedía en cualquier parte del mundo. El deber de los intelectuales, tanto en la época de Brecht como ahora, es transformar el mundo, mucho más que explicarlo; pero ¿cómo transformarlo ante el poder de los medios de destrucción que la guerra de 1914 a 1918 sólo hizo entrever?
Hay, pues, que crear un público, un público sensible e inteligente. ¿Cómo hacerlo desde el teatro, si lo que ofrecía el teatro alemán de la época eran dramas de la consciencia individual, que podían agotar las variantes de la aceptación o el rechazo de la infidelidad matrimonial o la realización o frustración del amor romántico?
Brecht comienza entonces por analizar lo que el público debería percibir en cuanto al teatro dramático o al teatro épico, que lo considera su opuesto. El «espectador dramático» dice:
«Yo también he sentido así. Es natural que así sea. Nada cambiará. El sufrimiento de este hombre me conmueve, porque es inevitable. Esto es el gran arte; siempre parece lo más evidente. Lloro cuando ellos lloran, río cuando ellos ríen».
En cambio el espectador épico dice:
«Nunca lo hubiera pensado. Eso no es lo normal. Es extraordinario, difícilmente creíble. No puede ser así. El sufrimiento de este hombre me conmueve, porque no es necesario. Esto es gran arte: no hay nada evidente. Yo río cuando ellos lloran, y lloro cuando ellos ríen».
El teatro épico da por supuesta una audiencia compuesta por una colección de individuos capaces de pensar, de razonar y de juzgar, aún en el teatro; trata al público como «individuos maduros, mental y emocionalmente…»
El teatro dramático supone lo contrario. La audiencia está compuesta por espectadores pasivos, una especie de «multitud a la que se llega sólo a través de sus emociones y que tiene la inmadurez mental y la alta sugestibilidad de toda multitud». Brecht lo llamó, a veces, señalando su sentido digestivo, «teatro culinario».
El teatro dramático atrae al espectador a un estado semejante al trance: comienza con una total identificación con el héroe, sigue con que el espectador se olvida de sí mismo y, a través del terror y la piedad se alcanza la resolución y una beatitud, del todo semejante a la «catarsis» griega; desde un punto de vista de su organización interna, debe o suele contener seis elementos que se relacionan y se centralizan en relación a una historia común: trama, caracteres, tema, diálogo, ritmo y espectáculo.
En cambio, el teatro épico no busca ni la armonía ni la organización interna del teatro dramático: «toma un par de tijeras y corta al teatro en piezas, todas ellas capaces de vida». La narrativa progresa no en una dirección continua sino por «un montaje de curvas y saltos», dialécticamente.
En síntesis, en el teatro dramático la escena encarna un suceso, en el teatro épico lo narra; el dramático lleva al espectador hacia la trama y el épico lo hace un observador crítico y lo lleva contra la trama; el teatro dramático devora la capacidad de acción del escenario y el teatro épico la despierta; el teatro dramático emplea la sugestión y el teatro clásico los argumentos; en el teatro dramático se da al hombre como conocido e inalterable, y aún que debe ser como es; el teatro épico lo hace un objeto de investigación, a la vez sumamente alterable y sumamente modificador de sus circunstancias, aun cuando en buena parte sea creado por ellas; en el teatro dramático una escena existe en relación al todo y en el teatro épico cada escena existe por sí misma; en el teatro dramático el mundo es como es, y el desarrollo de su historia es lineal, en el teatro épico el mundo es como deviene y su desarrollo es en curvas o círculos; finalmente en el teatro dramático el pensamiento determina al ser, en tanto que en el teatro épico la sociedad determina al pensamiento.